Texto: Silvia Barros Fotografía: Rubén Romano

Katináj es baile, pero no cualquier baile. Katináj es la danza ancestral en la que un pueblo del Gran Chaco celebra la alegría de reconocerse Gente. Porque “wichi”, significa gente… Gentes del monte, del río, hijos de la libertad, hermanos de la naturaleza, capaces de conversar con la lluvia, con los vientos y las heladas. Enamorados de las estrellas hasta irse a vivir con ellas; herederos de los bienes que legaron dioses, espíritus, héroes y antepasados; creadores de la comunidad; caminantes de los angostos senderos de la supervivencia; militantes de la solidaridad.

Katináj me suena a tinaja, a cántaro, de los que tañen al tincazo, de bien cocidos; a cántaro, de ése que, a veces, con un cuerito de corzuela o de conejo, se hace towéj, el tambor. Cántaro… towéj… la vasija que da de comer a la gente y a sus ganas de largar la voz; cántaro de esos que suenan llamando a la hora de llenar o engañar la panza, de los que convocan al canto; Tacatá de olla ancha y grandota que reúne a los varios que despiden a un difunto, tocando alternadamente. Indios sentados como indios a su alrededor redondo, rodando cada cual su propio sentimiento, su propio llanto; me suena a cántaro, a tinaja de ésas que no se hacen más porque el aluminio y el plástico produjeron un escuálido reemplazo.

En wichi, me suena a bailes de brazos enlazados, de manos aferradas a la sensación de el-que-baila-conmigo, el-que-dibuja-conmigo-el-mundo; a pies descalzos reclamando eco y firmeza de la tierra, a prohibición de las iglesias porque los que bailan, los que cantan, los que cuentan las cosas de los antiguos se van a condenar y porque vendrá el fin del mundo para castigar a los pecadores.

Katináj, me suena entonces al mundo perdido de las tribus, de las voces y la danza fragorosa, del canto-baile que levantando polvareda apisonaba compactando la historia y la alegría. La historia escrita con sangre en la costra de los siglos, con hiel en la herida de la tierra.

Extracto del prólogo del libro Katinaj.