Texto y fotografías: Nayeli Cruz y Omar Méndez
“Aquí están alineados
cada uno con su ofrenda
los huesos dueños de una historia secreta”
José Emilio Pacheco
Como en cada celebración del Día de Muertos, en los pasillos del panteón de San Pedro, Tláhuac, vivos y muertos se reencuentran entre sombras, humo blanco, luces de velas y algunas de neón. Los aromas de las flores, como el Cempaxúchitl, y el olor de la tierra impregnada con copal, se esparcen por todo el sitio hasta alcanzar el más recóndito sepulcro.
Los habitantes de esta comunidad, ubicada al oriente de la Ciudad de México, acuden a este cementerio con máscaras, disfraces, comida, inciensos, cirios, tequila, mezcal y cerveza, para recibir, según la tradición, a sus difuntos que regresan al mundo de los vivos en la noche del 1 de noviembre.
Aquellas almas se refugian en la intimidad de sus tumbas para escuchar al mariachi o el disco de rock urbano, reguetón, heavy metal, o a la banda de música norteña, que sus familiares han llevado para que recordar las historias de su paso por este mundo.
En esta noche, el panteón de San Pedro, Tláhuac, se convierte en un espacio donde los vivos pueden ver a la muerte cara a cara y cantarle una canción, y en el lugar donde la muerte reafirma su amor por la vida, sus olores, sonidos y sabores.